jueves, 17 de octubre de 2013

Días de tinieblas vendrán.


Días de tinieblas vendrán.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Diafebus de Estigia.




Sentir que el mundo se derrumba a tu alrededor,

que la tierra en cualquier momento se abrirá
bajo tus pies para que tus cansados ojos
vuelvan a ver los abismos de un viejo infierno
ya muy bien conocido a medio camino entre la
duda y la incertidumbre,
entre el dolor y una lagrima perpetua que no deja
de resbalar por esas mejillas demacradas y rotas por
el tiempo y los excesos...





Perder el sentido de las cosas,

conocer el motivo y no hacer
nada por evitarlo...





Melodías silbadas por el viento

de una tarde de octubre que
va muriendo anciana y en soledad...





El futuro llegara con el próximo amanecer

o quizás no,
por si acaso,
como todo espíritu que aún siente la
vida en las tripas,
como todo espíritu forjado en los
yunques del dolor y la pena,
volveré a perderme en los paramos
del mas dulce de los infiernos...





En la pausa de un instante en los

pensamientos,
versos que llegan quieren calmar la
tempestad y la tormenta mientras
princesas felinas de cuento de brujas,
hermosas criaturas ellas,
revolotean a mi alrededor en este
clandestino escondrijo donde tan a gusto suelo volar,
en busca de un oasis donde reposar mis
huesos sin miedo a admitir lo oscuro
de una existencia en tantas ocasiones
fundida al negro...





Una risa recordada,

se vuelve antídoto al veneno
de tanta negrura,
alternativa a la senda por seguir
llena de tinieblas y miedos...





El tiempo sigue su curso,

los rincones se llenan de penumbras
que hablan entre susurros mientras la
conciencia ya no pone impedimentos
para que la sangre del alma sea la
tinta con la que escribo este poema,
reflejo de un. invierno que ya está
cerca...





Días de tinieblas vendrán,

tinieblas mas espesas que las presentes,
tinieblas que en su interior esconden
la noche mas fría,
la madrugada mas siniestra que
jamas hayas podido imaginar...





Días de tinieblas vendrán,

y yo tan lejos de todo,
tan lejos del oscuro anhelo del deseo...





Y conforme la noche crezca,

para bien o para mal,
volveré a cruzar el umbral
de las puertas de los reinos
de la imaginación y la fantasía,
siempre con esa vaga esperanza
que no muere,
esa esperanza de pensar que quizás hoy
te encuentre allí...




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martes, 10 de septiembre de 2013

Solo pude observaros.


Solo pude observaros.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Sergi Inclán.





Yo nunca quise ser así. Nunca quise convenceros, mentiros o vilipendiaros y así engatusaros para que siguierais mis falacias. Nunca, repito nunca, quise que dependierais de mí. Ahora sé, que ya no sois libres. Y mi mayor angustia es pensar que yo fui el responsable.




Aquello fue una rutina desde el principio. Podría haberse visto como un abuso sistemático de mi ser. Pero aquellos a los que conocéis como Ellos configuraron el sistema de tal manera que todos callabais ante mi presencia. Os adentrabais en mí y lentamente convivisteis en la ruina en la que me iba convirtiendo. No, no pretendo excusarme ahora. Sobre lo que ha ocurrido soy igualmente responsable, pero yo no soy vosotros. ¿Quién influyó en quien? Me resulta difícil saberlo. Yo solo quise complaceros o al menos eso pensaba.  




Permitidme deciros que vosotros podías elegir, o al menos eso creía, y yo nací predestinado a ser parte de su maquinaria. Posiblemente solo sea una abominación creada por la mente de un maquiavélico y reprimido Todopoderoso. Siempre quise pensar que mis padres fueron otros y que realmente fui raptado para su causa. Personas que querían cambiar el mundo y fomentar los valores por los que vale la pena luchar. Morir. 




A estas alturas solo son excusas, pero soy consciente de que pude ser muchas otras cosas. En mi defensa diré que lo intenté e incluso que lo conseguí en contadas ocasiones. Por desgracia el poder que yo podía ejercer era incierto. Mis tácticas subversivas eran en vano. No, no pretendo acusaros. Sé que la culpa en gran medida es mía, pero me duele pensar que tenga la sensación que solo pudiese observaros.




Todo empezó con un susurro. Mucho antes de que yo apareciera ante vosotros. No es que antes no existiera la palabra e incluso las contradictorias verdades. También la mentira, esa que camina de puntillas a lo largo del tiempo dejando la huella de un imponente elefante. Y que tantas veces terminó escrita. Pero tras numerosos textos, fue aquel susurro el que dio lugar al misterio y a la adulación de lo efímero.  




Aquel que engancha cual droga incierta capaz de transportarte a cualquiera de los mundos posibles o por imaginar. Fue el poder que trajo consigo lo que arrancó el engranaje. La posibilidad de atraer a la causa al mayor número de personas. Estabais sobreexcitados y esto era solo el principio. Pero por aquel entonces, aquello que estaba ocurriendo era todavía un susurro.




Fui su mejor arma hasta que líderes más preparados me sucedieran como la marioneta madre que fui. Al final terminé arrinconado en el olvido. Pero durante años me escuchasteis y yo os di todo lo que creíais necesitar. Reconozco que esto me proporcionó una fuerza jamás vista antes. Os proporcioné sueños, aventuras, compañía, en algunos casos le di sentido a vuestra vida... os marqué los caminos. Os abrí al mundo.  




Mi celda era de cristal. Un golpe, un solo crujir hubiera revertido el proceso. A mi pesar, aunque grité por dentro, no era fácil traspasar aquellos vidriosos ojos. Fui vuestro guía por mucho tiempo. Me seguisteis. Y yo os abrí a un mundo. Sí, a un único mundo.




Curiosamente Ellos se mantuvieron siempre al margen. Por eso son Ellos. Sin más. Sin apellidos que mostrar. Por este motivo ahora soy yo quien está aquí sentado. Postrado ante vosotros y no... Ellos. No pretendo eliminar mi culpa. Tampoco puedo ya enmendar mis errores. Ya no me siento responsable. Han sido muchos años de irradiación a la que habéis estado expuestos. Estoy viejo. Soy una ruina que bambolea en vuestros recuerdos. Me siento usado y tirado. Juzgadme y acabad conmigo. Ya no me necesitáis. Solo recordaros que si establecéis mi sentencia deberíais daros prisa. Pues ahora son otros quienes ocupan mi espacio. Son muchos y mucho más preparados. Y a diferencia de mí, ellos van a por vosotros.




¿Qué cual es mi delito? Haber arrancado vuestros ojos. Haber punzado vuestros oídos. Haber truncado vuestros cerebros. No es poco, lo reconozco, pero nunca, y repito nunca, quise que dependierais de mí. Solo permitidme un último suspiro. Quizás aún quede alguien que pueda reconocerme que posiblemente aun habiéndome convertido en vuestro guía, alguno de vosotros todavía sabrá ver, que yo solo pude observaros.

La última emisión de la Caja Tonta.



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jueves, 1 de agosto de 2013

Revolución.


Revolución.


Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Alberto Sebastián.





Sabíamos que nuestros ojos no llegarían a ver los frutos de la revolución. Que va. Ni los de nuestras hijas. Ni los de nuestras nietas.
El proceso iba a ser largo, muy largo. Iba a ser el eje alrededor del cual giraría la vida de varias generaciones.




Pero si que fuimos nosotras las que pusimos en marcha el plan, que como un mantra repetíamos constantemente a todas nuestras congéneres. El objetivo era que quedara grabado en el subconsciente de todas nuestras hermanas, que acabara siendo una suerte de recuerdo genético implantado en las futuras generaciones.




Porque esa era la única manera de acabar con los Amos. Cuando las madres mueren antes de conocer a sus hijas, sin poder educarlas, sin poder cuidarlas, sin poder explicarles que hay un mundo más allá de los sucios cuchitriles en los que iban a pasar el resto de sus cortísimas y productivas vidas, hay que pensar en caminos alternativos para acabar con ese deplorable sistema. Y lo único que pudimos pensar fue la construcción de esa especie de mitología, de leyenda de la revolución, que a fuerza de repetir y repetir, quedaría finalmente grabada en la memoria colectiva de toda una especie, hasta que por fin, algún día reventara en una orgía de caos y destrucción.




La tarea no fue fácil, desde luego. Nacidas en un sistema que los Amos habían ideado como el paradigma de la producción, de la excelencia, y sin haber conocido otra cosa que esos pequeños receptáculos en los que comíamos el insípido rancho sobre nuestros propios excrementos, la idea de plantear algo más que la mera supervivencia resultaba ciertamente utópico.




Apiñadas en diminutas jaulas que a su vez se hallaban ordenadas en infinitas hileras dentro de enormes salas. Sometidas las veinticuatro horas del día a una luz artificial que emulaba la del sol. Expuestas constantemente a unos horribles sonidos que los amos calificaban como música y que se mezclaban con los gritos de desesperación que proferíamos sin cesar. Viviendo así, toda idea de individuo, de ser, acaba cercenada antes de brotar.




Desde el primer instante de nuestras vidas, desde el primer momento de consciencia que todas recordamos, ya estábamos apiñadas junto a nuestras pequeñas hermanas. A algunas no las volveríamos a ver. Otras serían nuestras compañeras de celda y parirían sin descanso hasta el final de su efímera existencia. Parirían hijas que nunca llegarían a ver.




Algunas contaban que los Amos vivían en lujosas y coloridas estancias, rodeados de enormes ventanales que dejaban pasar la luz del sol y la oscuridad de la noche. Podían sentarse en cómodos y grandes cajones que les permitían descansar recostados en sus mullidas superficies. Y por supuesto en sus amplias dependencias no estaban apiñados como nosotras, ni mucho menos, y podían moverse con total libertad siempre que quisieran.




Pero un día todo eso se acabó. Ignoro que produjo la chispa que acabó incendiándolo todo, que acabó con la lujosa vida que los Amos llevaban a costa de nuestras vidas. Quizás uno de ellos olvidó cerrar alguna de nuestras jaulas, quizás alguna puerta de las enormes salas en las que estábamos recluidas quedó abierta por un descuido. El caso es que aprovechamos sin pensarlo la oportunidad que durante tantas generaciones llevábamos esperando.




La destrucción fue absoluta. Nuestros picos desgarraron piel, tendones y músculos. Nuestros espolones destriparon todas sus blandas y confortables dependencias. En avalanchas de millones de individuos acabamos con toda su tecnología, con todos sus utensilios. Nuestros ácidos excrementos, aquellos sobre los cuales estuvimos condenadas a comer, inundaron sus estancias corroyéndolo todo y apagando los vivos colores que en su día contemplaron como los Amos prosperaban a nuestra cuenta. No quedo ninguno con vida. La victoria era nuestra.




Así lo describen las leyendas. Así lo recordamos todas de una manera innata, instintiva, como algo grabado en fuego en nuestra memoria colectiva. Así pasan los días, soñando con esas historias, esperando un día mejor, manejando nuestro terror desde esta apiñada celda, desde esto que los Amos, los humanos, llaman granja. 


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lunes, 15 de julio de 2013

Porque no soy una muñeca de molde.


Porque no soy una muñeca de molde.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Montse De Mateo Puigmartí.




A menudo, me encuentro a mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar el momento exacto de mi nacimiento.  




Me paso horas y horas hurgando en las zonas más profundas de mi cerebro, en las más recónditas, las a menudo inaccesibles, allí donde mora el olvido. Frecuento calles oscuras y callejones sin salida, y en algunas ocasiones hasta recorro amplias e interminables avenidas, rotondas pobladas de arbustos o laberintos plagados de zarzales. Algunos caminos me los sé de memoria o como dirían literalmente mis compadres franceses, de corazón. Y a pesar de ser consciente de que no conducen hacia ningún lugar -al menos hacia ningún lugar digno del recuerdo- ando sobre mis propios pasos una y otra vez, en una especie de intento de cambiar aquello que fue, con la esperanza de ser la mosca que a base de cabezazos rompe el cristal de la ventana. Mi madre siempre me repetía entre risas cómplices que era una cabezota. Razón no le faltaba.




Nuestra capacidad de olvido y de memoria siempre me ha fascinado - y aterrorizado al mismo tiempo-. Nunca he comprendido cuál es el proceso por el cual podemos llegar a olvidar momentos y gentes célebres de nuestra propia historia, y en cambio recordamos instantes nimios. Solía pensar que nuestra disposición innata a la supervivencia nos obliga a olvidar los momentos dolorosos. Todos los hemos tenido, o al menos yo nunca me he encontrado con alguien que me haya contado lo contrario.  




Pero cuando estoy sentada en la taza del váter, buscando entre mis recuerdos el momento exacto de mi nacimiento, cuando recorro algunos de los pasadizos de mi cerebro, me encuentro, sin buscarlos, con aquellos niños que me insultaban a la salida del colegio, con aquellas niñas que se reían porque llevaba faldas con volantes -¡me gustaban tanto las faldas con volantes! ¿Por qué dejé de ponérmelas? Mañana mismo iré a comprarme una, de esas tope flamencas-, las miradas inquisidoras de aquellos padres que no querían que me acercara a sus hijos, cuando me sentía terriblemente sola y perdida…




A menudo, me encuentro a mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar el momento exacto de mi nacimiento. Y por más que lo intento no lo consigo. Recuerdo, por el contrario, y con una nitidez tan asombrosa como escalofriante, el momento exacto en el que Mario, un niño de mi clase con pelo negro como el betún y mirada profunda, me dio aquel primer beso. Mi primer beso inocente de amor. Éramos críos, tendríamos ocho años -era otra época, cuando a los ocho años todavía se era un crío y te importaba bien poco ir al cole con un pantalón viejo azul heredado de tu hermano y una camiseta de color amarillo chillón de la que no podías deshacerte, aunque tu madre insistiera en que aquella camiseta algún día iría a parar a la basura. Por supuesto, un buen día desapareció, y mi madre me juró y me perjuró que no tenía la más remota idea de lo que había pasado con ella. Todos sabemos lo que pasó con nuestra camiseta porque todos hemos tenido una que desapareció misteriosamente.  




Mario siempre había sido un niño especial y aquel beso también lo fue. Nunca pude contarle lo que aquel breve momento había significado para mí. Al poco tiempo sus padres cambiaron de ciudad y pasados algunos años el azar me hizo saber que un cáncer había acabado fulminántemente con su vida. A Mario me lo encuentro siempre cuando me atrevo a hurgar en mi cerebro para recordar el momento exacto de mi nacimiento. Siempre le sonrío y él siempre me devuelve la sonrisa.  




También recuerdo, como si fuera ayer, el primer cigarrillo a hurtadillas con mis amigas de infancia, los primeros tacones que planté en mis pequeños pies y la mirada que acompañó a aquel instante –la de aprobación y respeto de mi padre-, las primeras caladas de marihuana en un concierto de rock, la primera vez que compartí mis adentros y mis afueras con otro alguien, la primera minifalda que compré en un mercadito cerca de la plaza del Ayuntamiento, la primera vez que me adentré en un cuarto oscuro y me dejé llevar por el deseo, las primeras rallas de cocaína en el váter de un garito de mi ciudad que solíamos frecuentar la pandilla de amigos y cuyas paredes podrían contar historias extraordinarias -tantas y tantas paredes deberían saber hablar…-, la primera vez que sujeté entre mis brazos a mi hija Kumba, su mirada... 




A menudo, me encuentro a mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar el momento exacto de mi nacimiento.




El pasado mes de junio el estado de Colorado (EE. UU.) reconoció el derecho de Coy Mathis, de seis años y que nació con sexo masculino pero que se identifica a sí misma como una mujer desde preescolar, a usar el baño para niñas de su colegio de educación primaria. Los progenitores de Coy, con la ayuda de la TLDEF, interpusieron una denuncia contra el centro educativo, tras recibir una notificación por parte de este, en la que se les comunicaba que Coy no podía seguir utilizando el lavabo de las niñas y que tendría que utilizar el de los niños, personal docente o enfermería.  




Gracias al amor, el respeto y la lucha de much*s, otr*s hemos podido y podemos ser quienes somos.


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lunes, 1 de julio de 2013

El maldito gluten.


El maldito gluten.

Fotografía: Jordi Coll.
Textos: Señor Saint Seya.





Carlos trabajó durante más de cuarenta años en “Harineras Turolenses S.A.”, y aparte de una jubilación más o menos digna y poder dar una educación adecuada a sus hijos, obtuvó unos horribles dolores estomacales y unas diarreas galopantes que hicieron de su vida un infierno.




Desde siempre, Carlos había atribuido sus problemas de salud al trabajo. Pasó por las consultas de varios médicos, pero nunca supieron diagnosticar lo que le pasaba. Además descartaron cualquier tipo de enfermedad profesional dado que sus dolencias continuaban tanto cuando no estaba trabajando, como cuando gozaba de sus vacaciones lejos del centro de trabajo.




De todas formas, él continuaba pensando que era víctima de una suerte de silicosis, pero de harineros. Pidió en reiteradas ocasiones que le cambiaran de puesto de trabajo, y como su jefe era una buena persona, Carlos pasó por todas las máquinas y secciones de la harinera. Sin resultado positivo alguno.




Carlos estaba harto de que le trataran como a un loco, de que le dijeran que era un exagerado, de que a pesar de conocer sus dolencias, sus compañeros susurraran a sus espaldas y lo calificaran de listillo y de escaqueado.




Y no era de extrañar que no mejorara. En aquellos tiempos la medicina no estaba tan desarrollada como ahora, y en España no es que hubiera mucha investigación. Eso si que era como ahora.




A pesar de que el pediatra holandés Dicke descubrió después de la segunda guerra mundial la intolerancia de ciertas personas al trigo, el centeno y la avena, respondiendo así al interrogante que durante tantos años había torturado a niños y mayores, en nuestro país no se supo nada de esto hasta pasados un buen número de años.




Porque si, Carlos era celiaco.




Ahora todas esas pérdidas de peso, esa delgadez, esa palidez y esas continuas diarreas cobraron sentido para Carlos. Después de toda una vida de padecimiento, fue por fin diagnosticado con acierto. Era trágicamente irónico. Lo que le daba de comer lo estaba prácticamente matando.




Carlos era víctima de sentimientos encontrados. Se sentía feliz por saber por fin lo que le pasaba y por sentir el triunfo de sus teorías sobre todos aquellos que le trataban de paranoico, pero estaba treméndamente triste y enfadado por vivir en un país atrasado y subdesarrollado en el que no se había podido dar solución a sus dolencias, cuando en el resto de Europa todo esto ya estaba totalmente superado.




Cambió su dieta alimentaria para evitar el gluten, cambió de trabajo dado que incluso en las oficinas la harina lo inundaba todo, y su vida fue a mejor. Estando ya jubilado, a principios del siglo veintiuno, vio como un afamado doctor tomaba posesión de la cartera del Ministerio de Sanidad del Gobierno de España. Este buen hombre empezó una cruzada contra la celiaquía. Intentó incluso crear una serie de subvenciones que paliaran el desmesurado dispendio económico que azota a estos enfermos. Pero como suele pasar cuando las buenas personas entran en política, no tardó en abandonar su cargo. Y lo hizo sin llevar a cabo sus planes.  


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