sábado, 1 de marzo de 2014

Sin título.

Sin título.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Xemi Ferrando, Joana Jou y Pascual del Campo.





Hay luz en la miseria de cualquiera.
A cambio de extirparte, puerta fría,
discurro las posibilidades de escapar a sangre fría.
Y ando en círculos en el cuadrilátero que me ofende en la escapatoria.
La puerta está abierta y la luz me llama, sordomuda.
Pero me encajo en el mostrador, tan alto y... ¡tanto cemento!
No alcanzo a ver ningún reflejo en los cristales.
Estás solo. Estoy solo.
Estamos unidos en un cuarto de cenefas enajenadas.
Tan rectas que dan miedo.
Y el techo se desconcha aplastando el suelo sobre nuestra magia.
Magia que aún late en busca de esa luz, origen del parto de una madre.




Toda la luz me atraviesa como absorto.
Y tengo ansia de buscarte, amanecer.
Así el cuadro se quiebra en el espejo que me destruye y me construye,
en torno a cuatro paredes desconchadas.
No quiero salir de esta vida que de cárcel me has construido.
No soporto que disfrutes oliendo la sangre de mis pies calzados de heridas sangrientas.
Puedo escupir las botas que me atrapan estampadas con el filo del espejo en que me reflejo,
como un monstruo que no quiere más asesinato que el de tu calma.




He construido tantas rejas a ambos lados de mis miradas,
que no consigo concentrarme en la libertad que me ilumina de frente.
Tan abierta que me abandona en los recuerdos de todos los que como yo,
se ven atrapados por una silla con mesa sin desayuno, sin comida... y sin cena.
Me harto de comer aire y vomito aliento oscuro.
Sé que puedo ver, soy rama e intuyo su raíz.
Que me arrastra hasta la tierra en el profundo absurdo que desconozco.




Soy un loco que calza las sillas y se tambalea en las bisagras que gritan entreabiertas,
suspirando absurdos en mi locura que calla.
Tanta luz en los ojos de la gente que no observa ni siente, que camina tan despacio en.
En su mundo inútil de pasos que no avanzan,
a contraespacio sin movimiento,
sin complicidad en la apatía del que calla su envidia,
de la paz canalizada al saludo sin respuesta;
a la mirada,
a los ojos que se desvían hacia el intrusismo de un yo que agoniza y se esconde detrás de la persona,
del animal que humaniza.




Sois dos, y entreabrís un espacio manchado de escombros y de persianas que caen,
cansadas de ser presidiarias del aparato motriz que no sirve ni para respirar la vida
que retorcéis dentro de vuestro propio hogar,
moribundo de secuelas que sois.
Desacompasadas como ojos que intercambian pestañas para no ver en sus agujeros.
Que invitan a escapar al suicidio de ambas,
que matáis en el complejo y disfrutáis la luz.
Regalo sucio y viciado en un entorno tan lleno de inframundos,
que no alcanzo a superar.
Quisiera ser sombra que huye.




Muelles, sangre en un orinal.
Y la noticia no nos pertenece.
Ni nos asusta en la diagonal.
La silla aguanta el hedor a renuncia del que se recuesta de la vida en su cabeza,
escondido bajo un trapo.
Orinando en la propia mente, se desliza el parqué acuchillado.
Y sangra muertos de fe en la locura que extingue cristales que nadie ha roto.
Como un muro de rejilla inquebrantable,
que pierde la salud por dos agujeros por donde escapan los pensamientos;
y que una vez libres, no vuelven a mirarse en las baldosas brillantes
que destellan su sucia existencia en los rincones.




Estás al final de los adornos de una casa que nunca será mi trampa,
aunque me hipnotice como un laberinto de marcas sin cuadros.
Vértigo que chupa la bombilla que no deslumbra ni el sol muerto.
Ni el pasillo que se estrecha.
Nada de lo que haya al final del castigo me oprime.
Entre paredes geométricas se calculan huecos sin vida.
Y se imagina una puerta abierta,
cerrada por un tragaluz por el que no cabe el agujero del techo,
goteando un espasmo sin lascivia.
Después muerta de tanto enloquecer,
atraída y arrastrada,
vestidura de mundos que nunca me ofendieron.




Se desliza hacia abajo,
sonidero de fracasos en el éxito de lo personal.
Uno solo aguanta cuando el tobogán lo arrastra hasta la imagen difuminada de luz
que asoma en el encuadre.
Que obtiene su premio en el pezón gigante,
que amamanta la difusión extraña de una silueta de madre cavernaria.
Es piedra el presente, y se quiebra a cada lágrima de pintura seca.
Inmovilizada como un llanto lechoso.
Somos de Venus todos los lactantes que se empachan de la ubre henchida y puntiaguda,
que rasga el frío macizo al pie de la escalera donde todos luchamos por morir.




No es la reja.
Ni el cerrojo.
Es el paso cansado que atraviesa las puertas y resucita por la ventana,
filtrando el retrato de un espejo multiplicado.
Son tantos los ojos que sufren en cada recuadro,
que fijamos la atención en el marco de madera desgarrada.
Eres tu quien se olvida de atornillar la huida.
Impasibles, nos encerramos en el pliegue malformado de la presión que castiga.
La palabra que lees cuando solo entiendes la voz de la muerte.




Pasaste como un suspiro entre la ventana y por la puerta.
Pero yo te vi.
Silbido rápido enlutado de angustia.
Te recuerdo porque dejaste la vejez en mi hogar como un preludio del final.
No te perdono que matases con tu aliento de fango.
Ni la planta, ni mi ausencia.
Y ahora permanezco sentado en la silla, en otra estancia.
E intento olvidarte.


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