jueves, 29 de enero de 2015

Cada aquí y ahora.

Cada aquí y ahora.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Esteban Hernández.



Tengo un colega que andurrea por los campos y la periferia de cualquier ciudad española buscando localizaciones para el diseño de producción de películas, publicidad o editoriales de moda. Googlea muy bien, tiene una paciencia infinita al teléfono y no le importa ir adonde sea a oler qué tal. Fue funcionario y se llama Elías. Empezó en esto por gusto y desde el principio le fue tan bien de pasta que intermitentemente quiso abandonar su plaza de conserje y dejar de ella, de sus horas muertas en el trabajo, se lamentaba, aquello de leer compulsivamente y estudiar idiomas.


En el contexto de éste escrito él ya había decidido tirarse a la piscina y estaba gestionando su excedencia. Tomando un café en su casa, mirando unos fanzines letones que le había traído de Bilbao me enseño, otra vez, nuevos emplazamientos. Se centró en el que veis. Todas las imágenes, como de normal, estaban impresas en la excelencia y solo una de ellas tenía un soporte rígido. Estaba sobre una tablilla de contrachapado que olía a meado de gato.


Me preguntó si las fotos me parecían menores. Todas tus fotografías, contesté, son tan buenas en su motivo como en su técnica. Estas también. Mi buen amigo me aseguró que esta vez eran infinitamente mejores porque hubo un añadido en la ejecución. No es de esto de lo que quiero hablarte, dijo, pero ¿si las Meninas, exactamente igual de excelsas, hubieran sido pintadas sobre una pelota de circo, en equilibro, sería todavía mejor cuadro? Yo no supe qué decir de golpe, pero él contestó por mí asegurando definitivamente que sí. No tenía ninguna duda. Estas fotos que ves, siguió, todas, están realizadas en lo adverso y ni daba explicaciones ni se bajaba de la burra. Le intenté explicar sobre la marcha que bien lloviera y tronara, bien él estuviera herido disparando la cámara, ninguna épica le sumaba nada al trance del buen espectador sobrio. Técnicamente sí, pero el acabado de esta serie era el del resto de sus trabajos, así que consideré la pregunta una tontería y él, a su vez, como quien oye llover.


¿Puedes sacar ésta de la habitación? Huele muy fuerte a gato y me estoy mareando un poco. No, dijo. Ésta, precisamente, no. Mi abuela, le insistí, vivía en un caserón con un gran patio interior en el que se colaban decenas de gatos callejeros y este olor, de normal, no me resulta desagradable. Él miraba de muy cerca la foto y seguía sin hacer puto caso. Lo acre, probé a terminar de decir, a estas horas de sobremesa es especialmente molesto.
Déjame explicarte, me dijo, y se lanzó al sillón como un borracho.


Cuando estoy en sitios tan abandonados intento no dejar rastro pero esta vez, cerca de donde fotografié las revistas rancias, las has visto, había una pequeña despensa, y en ella, un armario destartalado del que asomaban tres botes pintura al oleo; y digo botes de 1 kilo, no tubos. Un azul ultramar y dos cadmios medios: amarillo y rojo. También encontré algunos excedentes industriales de aceites de trementina y linaza que aunque espesos, tenían buen aspecto. Además, allí había unas cinco botellitas de aguarrás de plástico muy quebradizo. Me guió el olor. Cuando llego a alguna localización tan derruida voy con mil ojos. Si voy solo como de costumbre me juego hasta la vida en cuanto a que si me pego una buena hostia y me rompo algo no me encontrarían en meses. Ya sabes que soy discreto con mis rutas. Efectivamente, por acomodarme un poco con la cámara pisé mal y el armario donde estaba el material de pintura se cayó al suelo. Éste, después del susto, ya bocabajo y como si sangrara, dejaba salir el liquido de todo lo que guardaba. Me chequeé y ni un rasguño, pero aquello fue un cubo de agua fría y me sacó de mis casillas. Estaba medio acabando, la verdad, así que decidí recoger e irme.


Cuando tenia todo listo y me estaba marchando, de un lado del armario, alrededor de todo lo salpicado por la pintura, estaba esta tabla de contrachapado tal y como la ves. No pongas esa cara. Esto ni sé porqué te lo cuento. A ver dónde acabas, le dije; sigue. Bueno, contestó, te lo suelto a quemarropa y si quieres te lo crees y si no nos sentamos en una terraza. No tiene tanta importancia.


Hay una probabilidad muy pero que muy pequeña de que, por azar, si lanzo por un barranco un bloque enorme de mármol de Carrara, al final de la caida llegue una reproducción exacta de La piedad de Miguel Ángel.
A mi, de puro asombro me nació una carcajada. Cuando razonando me relamí de aquello le reconocí a Elías que aunque la probabilidad era insignificante, podría pasar.
Esta tablita que tanto te huele a meados es lo mismo, sólo que se anticipó. Cuando revelé los negativos, una de las fotos que hice era la misma imagen. Esta:


Elías fue a por el negativo de la foto y a por la primera copia en papel que hizo. Estuvimos cotejando aquello. Me estas tomando el pelo, pregunté. No y no, y me miro muy fuerte a los ojos unos instantes. Tengo que comprar hilo dental en la farmacia, dijo. Y de camino me explicó que aquello lo entendía en tanto a que de entre todas las posibles circunstancias de orden biológico, planetario o cósmico, de todas las combinaciones posibles en el tiempo y en el espacio, estamos aquí y ahora diciendo “aquí y ahora”, y la probabilidad de que esto tenga lugar, en esta calle camino a donde sea, repitiendo, por ejemplo, “aquí y ahora” y no otra cosa, es el mismo azar en el mismo grado de improbabilidad. Llegamos a la farmacia, compró el hilo dental y allí mismo, después de pagarlo, se fue a un rincón y lo usó. Espera, no mires.


Al salir continuó. Cabe la posibilidad de que, como le leí a Huizenga en un cómic, en vista de que la materia es finita, es posible que en su cronología inabarcable, todas las combinaciones moleculares se hayan agotado y estemos repitiendo todo esto. Todo. Desde el orden de este mismo razonamiento hasta la disposición de todos coches que alcanzo a ver en movimiento. Todo lo casual en cada ahora para cada uno de nosotros.


Sonó su teléfono. Habló con su madre, que estaba un poco preocupada, y el pulso de la charla quedó en nada. No tomamos otro café pero al separarnos, en agradecimiento, le di un abrazo que mantuve firme un instante.
El lo notó y me dío las buenas tardes en vez de despedirse.

Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.