Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Alejandro Álvarez.
Abrí el cuaderno y era una especie de bitácora con garabatos, dibujos, letras; una libreta de campo donde varias anotaciones y fotografías también señalaban rutas y sucesos de viajes a sitios abandonados, era parte de la cartografía planteada por alguien interesado en la historia de sitios donde el olvido permanecía como latiendo, como agonizando en la espera de volver. Pagué por él no me acuerdo cuánto, pero sería casi nada. Luego olvidé que lo tenía y se quedó dentro de la mochila. Días después lo encontré y ojeándolo descubrí que era todo un hallazgo:
noviembre 3
...sonó el despertador y a los cinco minutos entraron aquellos hombres a la fuerza. Eran los hijos del sistema trabajando para mantener el orden y que todo fuera como debe de ser, eran unos esclavos del engranaje también conocidos como obreros de la ley, llevaban armas y papeles firmados por quién sabe quién que según esto era una especie de autoridad sobre lo que él mismo decidía. Nosotros sabíamos que vendrían y no estábamos armados ni teníamos papeles que dijeran cosas especiales con firmas de personas influyentes, sabíamos que llegarían pero no cuándo ni a qué horas ni en qué condiciones. Vamos, que entraron los hombres estos y nos echaron como a perros sarnosos. No dejaron ni que cogiéramos nuestras pertenencias. Eran la ley, “¡la puta ley!”, como nos gritaban mientras nos apaleaban en los pasillos y arrastraban hasta la puerta, amedrentándonos como quien sabe hacerlo y humillándonos por no ser parte de ellos, parte de lo que según decían era lo normal. Lo normal.
Una vez fuera nos cagamos en sus muertos, ¿qué más podíamos hacer?, pero ellos no tenían la culpa, eran simplemente unos esclavos, eran el último eslabón de la cadena, carnaza para los grandes magnates. También llegué a pensar que formaban parte de una especie de seres mandados sin cerebro, unos autómatas decididos a machacar a quienes les ordenaran, unos sin escrúpulos, desgraciados sin conciencia; porque me los imagino por las noches ahí en sus casas, sin sentimientos de culpa, sin qué perder, seres insignificantes sin pretensiones ni aspiraciones, ni nada. Unos mierdas, eso es lo que pensaba que eran y nada más.
Luego nos lanzaron pocas cosas a la calle y de paso unos gases, creo de pimienta, porque nos hicieron tanto daño en los ojos que aún duelen cuando hace frío. Los muy hijos de puta se reían, no recuerdo qué gritaban, pero sí a uno de ellos que nos decía que éramos unos maricas, y ya ves tú, menudos valientes que estaban hechos, y bien armados, llevaban protecciones y máscaras y aún así nos estaban machacando, a nosotros que éramos más bien unos pobres diablos habitando fuera del sistema, unos “nadies” que lo único que queríamos era un techo, ¡es que señores!, solo un techo, un techo y nada más, que no estábamos pidiendo nada, ni robando, solamente queríamos resguardarnos del frío, pero no, para eso estaban las autoridades, para evitar nuestra supervivencia. Porque lo fácil es sacar la basura y tirarla a la calle, sin más.
Sellaron las puertas y colocaron un papel en la entrada que ponía que por no se cuál de las leyes del año tal, quedaba prohibida la entrada a la residencia privada de tal, con el decreto que no podía ser apelado y concluía que tendría causa penal si el incumplimiento se veía agraviado por tales y no sé qué del desacato…, con la firma y autoridad de un tal que no sé ni quién era y tampoco me importaba.
Se fueron lo obreros y nosotros tratamos de volver, pero nuestro querer fue en vano, no pudimos entrar y vaya que lo intentamos. Rompimos una de las ventanas pero ni así conseguimos acceder. Los muy cerdos habían sellado perfectamente los accesos. No tuvimos alternativa. Cada uno de nosotros eligió su camino y por ahí se fue deambulando. Estábamos débiles y no tuvimos elección. Nos marchamos, derrotados.
No supe más de ese lugar. Pasaron los años y como podía entenderse, volví a encontrar un trabajo, esta vez en el puerto cargando paquetes que entraban al muelle en los grandes pesqueros, entonces alquilaba una habitación cerca de ahí y me encontraba fuerte, ahora sí tenía un techo y el suficiente dinero para hacer tres comidas al día y ahorrar un poco.
Uno de mis compañeros de trabajo, cuando tenía tiempo libre se dedicaba a la fotografía, estaba interesado en documentar fincas abandonad as, decía tener una especial fijación con la decadencia de las cosas, con el deterioro que causa el tiempo, incluso con la sensación de que la naturaleza se vuelve a apoderar de todo, que tarde o temprano termina por hacerlo, siempre. Yo le hablé de aquel lugar y le conté cómo había sido el desalojo que sufrimos. Me dijo que lo conocía, que años atrás había sido un hotel y que ya se había encargado de hacer unas fotografías, que después me las enseñaría.
Estas fotografías mantenían algo latiendo, era como si hubieran robado un instante de un momento y lo trajeran hasta el presente. Una vez leí algo sobre los saltos cuánticos espacio-temporales, y no sé, por alguna extraña razón creí que tenía relación con el tema. Seguramente algo vio en mi cara cuando miraba con atención las fotos, porque me dijo que me las quedara si las quería, y bueno, parte de mí estaba impreso en ellas, en los pasillos, en las habitaciones, en las mesas, en los desgarros que recuerdo, en cada ruptura, en el abismo al que me enfrenté por aquellos tiempos, en cómo vi caer el sistema donde incluso los relojes se detenían.
Anoto esto para recordar, para historiar lo que he visto y cómo almaceno en la memoria más fragmentos de los que la imagen retiene, pero que no altera, como yo, que modifico los recuerdos y que son cada vez más confusos, más irreales, como si no hubieran sido verdad. Por eso dejo constancia, para que se recuerde que la decadencia también existe y el abandono llega a ser un residuo de ello.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.