sábado, 28 de marzo de 2015

Lo que señalan las fotografías.

Lo que señalan las fotografías.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Alejandro Álvarez.




Abrí el cuaderno y era una especie de bitácora con garabatos, dibujos, letras; una libreta de campo donde varias anotaciones y fotografías también señalaban rutas y sucesos de viajes a sitios abandonados, era parte de la cartografía planteada por alguien interesado en la historia de sitios donde el olvido permanecía como latiendo, como agonizando en la espera de volver. Pagué por él no me acuerdo cuánto, pero sería casi nada. Luego olvidé que lo tenía y se quedó dentro de la mochila. Días después lo encontré y ojeándolo descubrí que era todo un hallazgo: 




noviembre 3 

...sonó el despertador y a los cinco minutos entraron aquellos hombres a la fuerza. Eran los hijos del sistema trabajando para mantener el orden y que todo fuera como debe de sereran unos esclavos del engranaje también conocidos como obreros de la ley, llevaban armas y papeles firmados por quién sabe quién que según esto era una especie de autoridad sobre lo que él mismo decidía. Nosotros sabíamos que vendrían y no estábamos armados ni teníamos papeles que dijeran cosas especiales con firmas de personas influyentes, sabíamos que llegarían pero no cuándo ni a qué horas ni en qué condiciones. Vamos, que entraron los hombres estos y nos echaron como perros sarnosos. No dejaron ni que cogiéramos nuestras pertenencias. Eran la ley, “¡la puta ley!”, como nos gritaban mientras nos apaleaban en los pasillos y arrastraban hasta la puerta, amedrentándonos como quien sabe hacerlo y humillándonos por no ser parte de ellos, parte de lo que según decían era lo normal. Lo normal.  




Una vez fuera nos cagamos en sus muertos, ¿qué más podíamos hacer?, pero ellos no tenían la culpa, eran simplemente unos esclavos, eran el último eslabón de la cadena, carnaza para los grandes magnatesTambién llegué a pensar que formaban parte de una especie de seres mandados sin cerebro, unos autómatas decididos a machacar a quienes les ordenaran, unos sin escrúpulos, desgraciados sin conciencia; porque me los imagino por las noches ahí en sus casas, sin sentimientos de culpa, sin qué perder, seres insignificantes sin pretensiones ni aspiraciones, ni nada. Unos mierdas, eso es lo que pensaba que eran y nada más. 




Luego nos lanzaron pocas cosas a la calle y de paso unos gases, creo de pimienta, porque nos hicieron tanto daño en los ojos que aún duelen cuando hace frío. Los muy hijos de puta se reían, no recuerdo qué gritaban, pero sí a uno de ellos que nos decía que éramos unos maricas, y ya ves tú, menudos valientes que estaban hechos, y bien armados, llevaban protecciones y máscaras y aún así nos estaban machacando, a nosotros que éramos más bien unos pobres diablos habitando fuera del sistema, unos nadies que lo único que queríamos era un techo, ¡es que señores!, solo un techo, un techo y nada más, que no estábamos pidiendo nada, ni robando, solamente queríamos resguardarnos del frío, pero no, para eso estaban las autoridades, para evitar nuestra supervivencia. Porque lo fácil es sacar la basura y tirarla a la calle, sin más 




Sellaron las puertas y colocaron un papel en la entrada que ponía que por no se cuál de las leyes del año tal, quedaba prohibida la entrada a la residencia privada de tal, con el decreto que no podía ser apelado y concluía que tendría causa penal si el incumplimiento se veía agraviado por tales y no sé qué del desacato…, con la firma y autoridad de un tal que no sé ni quién era y tampoco me importaba. 




Se fueron lo obreros y nosotros tratamos de volver, pero nuestro querer fue en vano, no pudimos entrar y vaya que lo intentamos. Rompimos una de las ventanas pero ni así conseguimos acceder. Los muy cerdos habían sellado perfectamente los accesos. No tuvimos alternativa. Cada uno de nosotros eligió su camino y por ahí se fue deambulando. Estábamos débiles y no tuvimos elección. Nos marchamos, derrotados. 




No supe más de ese lugar. Pasaron los años y como podía entenderse, volví a encontrar un trabajo, esta vez en el puerto cargando paquetes que entraban al muelle en los grandes pesqueros, entonces alquilaba una habitación cerca de ahí y me encontraba fuerte, ahora sí tenía un techo y el suficiente dinero para hacer tres comidas al día y ahorrar un poco 




Uno de mis compañeros de trabajo, cuando tenía tiempo libre se dedicaba a la fotografía, estaba interesado en documentar fincas abandonadas, decía tener una especial fijación con la decadencia de las cosas, con el deterioro que causa el tiempo, incluso con la sensación de que la naturaleza se vuelve a apoderar de todo, que tarde o temprano termina por hacerlo, siempre. Yo le hablé de aquel lugar y le conté cómo había sido el desalojo que sufrimos. Me dijo que lo conocía, que años atrás había sido un hotel y que ya se había encargado de hacer unas fotografías, que después me las enseñaría.  




Estas fotografías mantenían algo latiendo, era como si hubieran robado un instante de un momento y lo trajeran hasta el presente. Una vez leí algo sobre los saltos cuánticos espacio-temporales, y no sé, por alguna extraña razón creí que tenía relación con el tema. Seguramente algo vio en mi cara cuando miraba con atención las fotos, porque me dijo que me las quedara si las quería, y bueno, parte de mí estaba impreso en ellas, en los pasillos, en las habitaciones, en las mesas, en los desgarros que recuerdo, en cada ruptura, en el abismo al que me enfrenté por aquellos tiempos, en cómo vi caer el sistema donde incluso los relojes se detenían. 




Anoto esto para recordar, para historiar lo que he visto y cómo almaceno en la memoria más fragmentos de los que la imagen retiene, pero que no altera, como yo, que modifico los recuerdos y que son cada vez más confusos, más irreales, como si no hubieran sido verdad. Por eso dejo constancia, para que se recuerde que la decadencia también existe y el abandono llega a ser un residuo de ello. 


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miércoles, 25 de febrero de 2015

Transparentes.

Transparentes.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Fotografía retocada: inesdelaisla


En esta ocasión la colaboradora para esta entrada ha decidido actuar sobre las mismas fotos. Así que podréis ver primero la original y después la retocada.


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jueves, 29 de enero de 2015

Cada aquí y ahora.

Cada aquí y ahora.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Esteban Hernández.



Tengo un colega que andurrea por los campos y la periferia de cualquier ciudad española buscando localizaciones para el diseño de producción de películas, publicidad o editoriales de moda. Googlea muy bien, tiene una paciencia infinita al teléfono y no le importa ir adonde sea a oler qué tal. Fue funcionario y se llama Elías. Empezó en esto por gusto y desde el principio le fue tan bien de pasta que intermitentemente quiso abandonar su plaza de conserje y dejar de ella, de sus horas muertas en el trabajo, se lamentaba, aquello de leer compulsivamente y estudiar idiomas.


En el contexto de éste escrito él ya había decidido tirarse a la piscina y estaba gestionando su excedencia. Tomando un café en su casa, mirando unos fanzines letones que le había traído de Bilbao me enseño, otra vez, nuevos emplazamientos. Se centró en el que veis. Todas las imágenes, como de normal, estaban impresas en la excelencia y solo una de ellas tenía un soporte rígido. Estaba sobre una tablilla de contrachapado que olía a meado de gato.


Me preguntó si las fotos me parecían menores. Todas tus fotografías, contesté, son tan buenas en su motivo como en su técnica. Estas también. Mi buen amigo me aseguró que esta vez eran infinitamente mejores porque hubo un añadido en la ejecución. No es de esto de lo que quiero hablarte, dijo, pero ¿si las Meninas, exactamente igual de excelsas, hubieran sido pintadas sobre una pelota de circo, en equilibro, sería todavía mejor cuadro? Yo no supe qué decir de golpe, pero él contestó por mí asegurando definitivamente que sí. No tenía ninguna duda. Estas fotos que ves, siguió, todas, están realizadas en lo adverso y ni daba explicaciones ni se bajaba de la burra. Le intenté explicar sobre la marcha que bien lloviera y tronara, bien él estuviera herido disparando la cámara, ninguna épica le sumaba nada al trance del buen espectador sobrio. Técnicamente sí, pero el acabado de esta serie era el del resto de sus trabajos, así que consideré la pregunta una tontería y él, a su vez, como quien oye llover.


¿Puedes sacar ésta de la habitación? Huele muy fuerte a gato y me estoy mareando un poco. No, dijo. Ésta, precisamente, no. Mi abuela, le insistí, vivía en un caserón con un gran patio interior en el que se colaban decenas de gatos callejeros y este olor, de normal, no me resulta desagradable. Él miraba de muy cerca la foto y seguía sin hacer puto caso. Lo acre, probé a terminar de decir, a estas horas de sobremesa es especialmente molesto.
Déjame explicarte, me dijo, y se lanzó al sillón como un borracho.


Cuando estoy en sitios tan abandonados intento no dejar rastro pero esta vez, cerca de donde fotografié las revistas rancias, las has visto, había una pequeña despensa, y en ella, un armario destartalado del que asomaban tres botes pintura al oleo; y digo botes de 1 kilo, no tubos. Un azul ultramar y dos cadmios medios: amarillo y rojo. También encontré algunos excedentes industriales de aceites de trementina y linaza que aunque espesos, tenían buen aspecto. Además, allí había unas cinco botellitas de aguarrás de plástico muy quebradizo. Me guió el olor. Cuando llego a alguna localización tan derruida voy con mil ojos. Si voy solo como de costumbre me juego hasta la vida en cuanto a que si me pego una buena hostia y me rompo algo no me encontrarían en meses. Ya sabes que soy discreto con mis rutas. Efectivamente, por acomodarme un poco con la cámara pisé mal y el armario donde estaba el material de pintura se cayó al suelo. Éste, después del susto, ya bocabajo y como si sangrara, dejaba salir el liquido de todo lo que guardaba. Me chequeé y ni un rasguño, pero aquello fue un cubo de agua fría y me sacó de mis casillas. Estaba medio acabando, la verdad, así que decidí recoger e irme.


Cuando tenia todo listo y me estaba marchando, de un lado del armario, alrededor de todo lo salpicado por la pintura, estaba esta tabla de contrachapado tal y como la ves. No pongas esa cara. Esto ni sé porqué te lo cuento. A ver dónde acabas, le dije; sigue. Bueno, contestó, te lo suelto a quemarropa y si quieres te lo crees y si no nos sentamos en una terraza. No tiene tanta importancia.


Hay una probabilidad muy pero que muy pequeña de que, por azar, si lanzo por un barranco un bloque enorme de mármol de Carrara, al final de la caida llegue una reproducción exacta de La piedad de Miguel Ángel.
A mi, de puro asombro me nació una carcajada. Cuando razonando me relamí de aquello le reconocí a Elías que aunque la probabilidad era insignificante, podría pasar.
Esta tablita que tanto te huele a meados es lo mismo, sólo que se anticipó. Cuando revelé los negativos, una de las fotos que hice era la misma imagen. Esta:


Elías fue a por el negativo de la foto y a por la primera copia en papel que hizo. Estuvimos cotejando aquello. Me estas tomando el pelo, pregunté. No y no, y me miro muy fuerte a los ojos unos instantes. Tengo que comprar hilo dental en la farmacia, dijo. Y de camino me explicó que aquello lo entendía en tanto a que de entre todas las posibles circunstancias de orden biológico, planetario o cósmico, de todas las combinaciones posibles en el tiempo y en el espacio, estamos aquí y ahora diciendo “aquí y ahora”, y la probabilidad de que esto tenga lugar, en esta calle camino a donde sea, repitiendo, por ejemplo, “aquí y ahora” y no otra cosa, es el mismo azar en el mismo grado de improbabilidad. Llegamos a la farmacia, compró el hilo dental y allí mismo, después de pagarlo, se fue a un rincón y lo usó. Espera, no mires.


Al salir continuó. Cabe la posibilidad de que, como le leí a Huizenga en un cómic, en vista de que la materia es finita, es posible que en su cronología inabarcable, todas las combinaciones moleculares se hayan agotado y estemos repitiendo todo esto. Todo. Desde el orden de este mismo razonamiento hasta la disposición de todos coches que alcanzo a ver en movimiento. Todo lo casual en cada ahora para cada uno de nosotros.


Sonó su teléfono. Habló con su madre, que estaba un poco preocupada, y el pulso de la charla quedó en nada. No tomamos otro café pero al separarnos, en agradecimiento, le di un abrazo que mantuve firme un instante.
El lo notó y me dío las buenas tardes en vez de despedirse.

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lunes, 8 de diciembre de 2014

Pantallazo negro.

Pantallazo negro.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Epo.




Cada vez voy menos al cine y veo más películas. Antes, para ver películas tenías que ir al cine. Cuando  se inventó la televisión hubo agoreros que dijeron que era el final del cine. Es cierto que se cerraron muchas salas porque hubo gente que prefería quedarse en casa, viendo las películas en la tele. Décadas más tarde pasó algo parecido con la popularización del vídeo doméstico: cerraron un montón de salas y abrieron un montón de videoclubs. 




La sala en ruinas del reportaje seguramente cerró por aquella época. En una de las fotos se ve una lista con la oferta de la distribuidora JF (¿José Frade?) para la temporada 1979-1980. Casi todo son pelis italianas con Alvaro Vitali ("Jaimito") y Edwige Fenech. Aquello era la época del destape, y la gente tenía ganas de cachondeo. Durante un tiempo, esas comedietas llenaron las salas. Su equivalente patrio fueron las ozoradas con Esteso y Pajares. Pero progresivamente la fórmula [humor zafio] + [tetas y culos] se fue agotando, al tiempo que se regularizó la pornografía en el cine, primero con la clasificación S y luego con la X. Y claro, ahí  el vídeo doméstico tenía las de ganar. La mayoría de la gente prefiere masturbarse en la intimidad.




Recuerdo ver alguna peli de destape en el pueblo, en la terraza de verano. Supuestamente era para mayores de 18 años, pero yo no tendría más de 15, y no era ni mucho menos el espectador más joven. Salía Nadiuska, y cada aparición suya se veía jaleada por los sectores más expansivos y participativos del público. Allí llegaban las películas con meses o años de retraso, con el celuloide ya bastante machacado, con cortes y rayas, pero a la gente le daba igual. Lo bueno era ver dos pelis a la fresca, sentados en sillas de cámping o tumbonas, con el bocata o la fiambrera, y socializar a grito pelado. Si la peli era de miedo tenías que gritar. Si era de aventuras o del oeste, tenías que animar al héroe. Si era de destape, tenías que comentar lo buena que estaba la jamona. (Hay que reconocer que una Nadiuska de 4 metros impresionaba). Quedarse callado se hubiera interpretado como un esnobismo capitalino  imperdonable. Así que, para no llamar la atención, al menos tenías que reír las gracietas de los lugareños.




Esa vertiente social del cine, o mejor, mi misantropía, es la que ha hecho que abandone las salas. No me apetece mezclarme con la gente, comentar las escenas ni soportar a los graciosos. Sospecho que a los adolescentes que llenan los multicines las pelis les dan bastante igual, y lo que buscan es alternar. Antiguamente aprovechabas la oscuridad para meter mano, pero de eso me parece que también van sobrados. Ahora acuden para comprar refrescos y palomitas a precio de champán y caviar. Supongo que eso les proporciona cierto estatus de cara a su grupo de iguales.




Pero no sólo han cambiado las costumbres. La tecnología ha sufrido una progresión brutal. En una de las fotos se ve un proyector clásico, con los rollos de película enormes. Prácticamente ese mismo sistema óptico-mecánico se mantuvo desde los inicios del cine hasta la reciente digitalización actual: más de 100 años con una tecnología que apenas evolucionó en todo ese tiempo. Para completar el retrato arqueológico analógico, un tocadiscos que serviría para los minutos musicales previos a las proyecciones y durante los intermedios. Extrañamente, los discos de vinilo todavía gozan de cierta reputación entre hipsters y otros enteradillos. Postureo.




Los rollos de celuloide eran grandes, pesados, caros y delicados. Por eso a los cines de barrio y de verano llegaban las películas destrozadas, después de semanas o meses de exhibición en las salas de estreno. Ahora ya casi no se proyecta en celuloide, pero tampoco hay apenas cines de reestreno, y eso que todo es técnicamente más fácil. La digitalización ha abaratado muchísimo la distribución física de las películas (en algunos casos, ésta se hace telemáticamente, así que ni siquiera hay que transportar los discos duros que sirven para almacenarlas), y sin embargo no se puede decir que la oferta cinematográfica en salas se haya beneficiado de mayor variedad. 




¿Qué ha pasado? Que nos han vuelto a tomar el pelo. La tecnología, tanto de captación (cámaras) como de exhibición se ha abaratado, pero lejos de democratizarse, la distribución está en manos de unas pocas corporaciones que dictan qué, cuándo y cómo tenemos que ver. El tránsito de celeluloide a digital, a pesar de resultar muy conveniente para las majors, ha supuesto un encarecimiento de las entradas. Lo mismo puede decirse de la moda del 3D, aunque creo que ahí no han triunfado. ¿Conocéis a alguien que se haya comprado una tele para ver películas en 3D? 




En fin, que toda esta chapa de abuelo cebolleta era para contar que ya no voy al cine, pero que veo más películas que en la vida. Me descargo todo lo que puedo y me apetece, y esto no me provoca ningún remordimiento de conciencia. Lo hago porque puedo y porque me conviene. Me monto ciclos de cine raruno que sólo podrían existir en algunos festivales o filmotecas, pero lo hago en la comodidad de mi cuchitril, sin tener que salir a la calle, dándole al pause para mear o rebobinando si es que me he quedado traspuesto. Soy un hikikomori cinéfago y me enorgullezco de ello.




La crisis del cine español (y del europeo, y de todo el cine quejica) me la trae al pairo. Aunque se cortara hoy toda la producción cinematográfica mundial, aún me quedarían miles (¿millones?) de películas por ver. Además, eso no va a pasar: están las series, y el cine independiente, y todos los artistas que no pueden quedarse quietos aunque no saquen un duro. 




La visión de las ruinas de una antigua sala de cine no me produce demasiada nostalgia. No más que la de una antigua biblioteca. Antes era más trastero, más fetichista, pero como me hago viejo y tengo miedo de desarrollar el síndrome de Diógenes, procuro no acumular. Hace poco me deshice de un montón de libros y cintas de vídeo. Lo siguiente serán los discos. Y las pelis (casi todas) las borro después de verlas. ¡Viva el cine! ¡Viva la vida!


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