Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Texto: Esteban Hernández.
Tengo
un colega que andurrea por los campos y la periferia de cualquier
ciudad española buscando localizaciones para el diseño de
producción de películas, publicidad o editoriales de moda. Googlea
muy bien, tiene una paciencia infinita al teléfono y no le importa
ir adonde sea a oler qué tal. Fue funcionario y se llama Elías.
Empezó en esto por gusto y desde el principio le fue tan bien de
pasta que intermitentemente quiso abandonar su plaza de conserje y
dejar de ella, de sus horas muertas en el trabajo, se lamentaba,
aquello de leer compulsivamente y estudiar idiomas.
En
el contexto de éste escrito él ya había decidido tirarse a la
piscina y estaba gestionando su excedencia. Tomando un café en su
casa, mirando unos fanzines letones que le había traído de Bilbao
me enseño, otra vez, nuevos emplazamientos. Se centró en el que
veis. Todas las imágenes, como de normal, estaban impresas en la
excelencia y solo una de ellas tenía un soporte rígido. Estaba
sobre una tablilla de contrachapado que olía a meado de gato.
Me
preguntó si las fotos me parecían menores. Todas tus fotografías,
contesté, son tan buenas en su motivo como en su técnica. Estas
también. Mi buen amigo me aseguró que esta vez eran infinitamente
mejores porque hubo un añadido en la ejecución. No es de esto de lo
que quiero hablarte, dijo, pero ¿si las Meninas, exactamente igual
de excelsas, hubieran sido pintadas sobre una pelota de circo, en
equilibro, sería todavía mejor cuadro? Yo no supe qué decir de
golpe, pero él contestó por mí asegurando definitivamente que sí.
No tenía ninguna duda. Estas fotos que ves, siguió, todas, están
realizadas en lo adverso y ni daba explicaciones ni se bajaba de la
burra. Le intenté explicar sobre la marcha que bien lloviera y
tronara, bien él estuviera herido disparando la cámara, ninguna
épica le sumaba nada al trance del buen espectador sobrio.
Técnicamente sí, pero el acabado de esta serie era el del resto de
sus trabajos, así que consideré la pregunta una tontería y él, a
su vez, como quien oye llover.
¿Puedes
sacar ésta de la habitación? Huele muy fuerte a gato y me estoy
mareando un poco. No, dijo. Ésta, precisamente, no. Mi abuela, le
insistí, vivía en un caserón con un gran patio interior en el que
se colaban decenas de gatos callejeros y este olor, de normal, no me
resulta desagradable. Él miraba de muy cerca la foto y seguía sin
hacer puto caso. Lo acre, probé a terminar de decir, a estas horas
de sobremesa es especialmente molesto.
Déjame
explicarte, me dijo, y se lanzó al sillón como un borracho.
Cuando
estoy en sitios tan abandonados intento no dejar rastro pero esta
vez, cerca de donde fotografié las revistas rancias, las has visto,
había una pequeña despensa, y en ella, un armario destartalado del
que asomaban tres botes pintura al oleo; y digo botes de 1 kilo, no
tubos. Un azul ultramar y dos cadmios medios: amarillo y rojo.
También encontré algunos excedentes industriales de aceites de
trementina y linaza que aunque espesos, tenían buen aspecto. Además,
allí había unas cinco botellitas de aguarrás de plástico muy
quebradizo. Me guió el olor. Cuando llego a alguna localización tan
derruida voy con mil ojos. Si voy solo como de costumbre me juego
hasta la vida en cuanto a que si me pego una buena hostia y me rompo
algo no me encontrarían en meses. Ya sabes que soy discreto con mis
rutas. Efectivamente, por acomodarme un poco con la cámara pisé mal
y el armario donde estaba el material de pintura se cayó al suelo.
Éste, después del susto, ya bocabajo y como si sangrara, dejaba
salir el liquido de todo lo que guardaba. Me chequeé y ni un
rasguño, pero aquello fue un cubo de agua fría y me sacó de mis
casillas. Estaba medio acabando, la verdad, así que decidí recoger
e irme.
Cuando
tenia todo listo y me estaba marchando, de un lado del armario,
alrededor de todo lo salpicado por la pintura, estaba esta tabla de
contrachapado tal y como la ves. No pongas esa cara. Esto ni sé
porqué te lo cuento. A ver dónde acabas, le dije; sigue. Bueno,
contestó, te lo suelto a quemarropa y si quieres te lo crees y si no
nos sentamos en una terraza. No tiene tanta importancia.
Hay
una probabilidad muy pero que muy pequeña de que, por azar, si lanzo
por un barranco un bloque enorme de mármol de Carrara, al final de
la caida llegue una reproducción exacta de La piedad de Miguel
Ángel.
A
mi, de puro asombro me nació una carcajada. Cuando razonando me
relamí de aquello le reconocí a Elías que aunque la probabilidad
era insignificante, podría pasar.
Esta
tablita que tanto te huele a meados es lo mismo, sólo que se
anticipó. Cuando revelé los negativos, una de las fotos que hice
era la misma imagen. Esta:
Elías
fue a por el negativo de la foto y a por la primera copia en papel
que hizo. Estuvimos cotejando aquello. Me estas tomando el pelo,
pregunté. No y no, y me miro muy fuerte a los ojos unos instantes.
Tengo que comprar hilo dental en la farmacia, dijo. Y de camino me
explicó que aquello lo entendía en tanto a que de entre todas las
posibles circunstancias de orden biológico, planetario o cósmico,
de todas las combinaciones posibles en el tiempo y en el espacio,
estamos aquí y ahora diciendo “aquí y ahora”, y la probabilidad
de que esto tenga lugar, en esta calle camino a donde sea,
repitiendo, por ejemplo, “aquí y ahora” y no otra cosa, es el
mismo azar en el mismo grado de improbabilidad. Llegamos a la
farmacia, compró el hilo dental y allí mismo, después de pagarlo,
se fue a un rincón y lo usó. Espera, no mires.
Al
salir continuó. Cabe la posibilidad de que, como le leí a Huizenga
en un cómic, en vista de que la materia es finita, es posible que en
su cronología inabarcable, todas las combinaciones moleculares se
hayan agotado y estemos repitiendo todo esto. Todo. Desde el orden de
este mismo razonamiento hasta la disposición de todos coches que
alcanzo a ver en movimiento. Todo lo casual en cada ahora para cada
uno de nosotros.
Sonó
su teléfono. Habló con su madre, que estaba un poco preocupada, y
el pulso de la charla quedó en nada. No tomamos otro café pero al
separarnos, en agradecimiento, le di un abrazo que mantuve firme un
instante.
El
lo notó y me dío las buenas tardes en vez de despedirse.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.
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