Porque no soy una muñeca de molde.
Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Montse De Mateo Puigmartí.
A menudo, me encuentro a
mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar
el momento exacto de mi nacimiento.
Me paso horas y horas
hurgando en las zonas más profundas de mi cerebro, en las más
recónditas, las a menudo inaccesibles, allí donde mora el olvido.
Frecuento calles oscuras y callejones sin salida, y en algunas
ocasiones hasta recorro amplias e interminables avenidas, rotondas
pobladas de arbustos o laberintos plagados de zarzales. Algunos
caminos me los sé de memoria o como dirían literalmente mis
compadres franceses, de corazón. Y a pesar de ser consciente de que
no conducen hacia ningún lugar -al menos hacia ningún lugar digno
del recuerdo- ando sobre mis propios pasos una y otra vez, en una
especie de intento de cambiar aquello que fue, con la esperanza de
ser la mosca que a base de cabezazos rompe el cristal de la ventana.
Mi madre siempre me repetía entre risas cómplices que era una
cabezota. Razón no le faltaba.
Nuestra capacidad de
olvido y de memoria siempre me ha fascinado - y aterrorizado al mismo
tiempo-. Nunca he comprendido cuál es el proceso por el cual podemos
llegar a olvidar momentos y gentes célebres de nuestra propia
historia, y en cambio recordamos instantes nimios. Solía pensar que
nuestra disposición innata a la supervivencia nos obliga a olvidar
los momentos dolorosos. Todos los hemos tenido, o al menos yo nunca
me he encontrado con alguien que me haya contado lo contrario.
Pero cuando estoy sentada
en la taza del váter, buscando entre mis recuerdos el momento exacto
de mi nacimiento, cuando recorro algunos de los pasadizos de mi
cerebro, me encuentro, sin buscarlos, con aquellos niños que me
insultaban a la salida del colegio, con aquellas niñas que se reían
porque llevaba faldas con volantes -¡me gustaban tanto las faldas
con volantes! ¿Por qué dejé de ponérmelas? Mañana mismo iré a
comprarme una, de esas tope flamencas-, las miradas inquisidoras de
aquellos padres que no querían que me acercara a sus hijos, cuando
me sentía terriblemente sola y perdida…
A menudo, me encuentro a
mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar
el momento exacto de mi nacimiento. Y por más que lo intento no lo
consigo. Recuerdo, por el contrario, y con una nitidez tan asombrosa
como escalofriante, el momento exacto en el que Mario, un niño de mi
clase con pelo negro como el betún y mirada profunda, me dio aquel
primer beso. Mi primer beso inocente de amor. Éramos críos,
tendríamos ocho años -era otra época, cuando a los ocho años
todavía se era un crío y te importaba bien poco ir al cole con un
pantalón viejo azul heredado de tu hermano y una camiseta de color
amarillo chillón de la que no podías deshacerte, aunque tu madre
insistiera en que aquella camiseta algún día iría a parar a la
basura. Por supuesto, un buen día desapareció, y mi madre me juró
y me perjuró que no tenía la más remota idea de lo que había
pasado con ella. Todos sabemos lo que pasó con nuestra camiseta
porque todos hemos tenido una que desapareció misteriosamente.
Mario siempre había sido
un niño especial y aquel beso también lo fue. Nunca pude contarle
lo que aquel breve momento había significado para mí. Al poco
tiempo sus padres cambiaron de ciudad y pasados algunos años el azar
me hizo saber que un cáncer había acabado fulminántemente con su
vida. A Mario me lo encuentro siempre cuando me atrevo a hurgar en mi
cerebro para recordar el momento exacto de mi nacimiento. Siempre le
sonrío y él siempre me devuelve la sonrisa.
También recuerdo, como
si fuera ayer, el primer cigarrillo a hurtadillas con mis amigas de
infancia, los primeros tacones que planté en mis pequeños pies y la
mirada que acompañó a aquel instante –la de aprobación y respeto
de mi padre-, las primeras caladas de marihuana en un concierto de
rock, la primera vez que compartí mis adentros y mis afueras con
otro alguien, la primera minifalda que compré en un mercadito cerca
de la plaza del Ayuntamiento, la primera vez que me adentré en un
cuarto oscuro y me dejé llevar por el deseo, las primeras rallas de
cocaína en el váter de un garito de mi ciudad que solíamos
frecuentar la pandilla de amigos y cuyas paredes podrían contar
historias extraordinarias -tantas y tantas paredes deberían saber
hablar…-, la primera vez que sujeté entre mis brazos a mi hija
Kumba, su mirada...
A menudo, me encuentro a
mí misma absorta, sentada en la taza del váter, intentando recordar
el momento exacto de mi nacimiento.
El pasado mes de junio el
estado de Colorado (EE. UU.) reconoció el derecho de Coy Mathis, de
seis años y que nació con sexo masculino pero que se identifica a
sí misma como una mujer desde preescolar, a usar el baño para niñas
de su colegio de educación primaria. Los progenitores de Coy, con la
ayuda de la TLDEF, interpusieron una denuncia contra el centro
educativo, tras recibir una notificación por parte de este, en la
que se les comunicaba que Coy no podía seguir utilizando el lavabo
de las niñas y que tendría que utilizar el de los niños, personal
docente o enfermería.
Gracias al amor, el
respeto y la lucha de much*s, otr*s hemos podido y podemos ser
quienes somos.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.
Uau! este lugar es sensacional!! Son fotos recientes?? Pensaba que ya no existía!!
ResponderEliminarUn Saludo!!!
Gracias. Pues son de hace dos años. Ahora me han dicho que está mucho peor.
Eliminar¿Algún riojano de bien que se preste a compartir localizaciones interesantes con una persona discreta y respetuosa como yo para una inminente visita a tan maravillosa tierra? Por privado, por supuesto.
ResponderEliminarVaya tela...