Revolución.
Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Alberto Sebastián.
Sabíamos que nuestros
ojos no llegarían a ver los frutos de la revolución. Que va. Ni los
de nuestras hijas. Ni los de nuestras nietas.
El proceso iba a ser
largo, muy largo. Iba a ser el eje alrededor del cual giraría la
vida de varias generaciones.
Pero si que fuimos
nosotras las que pusimos en marcha el plan, que como un mantra
repetíamos constantemente a todas nuestras congéneres. El objetivo
era que quedara grabado en el subconsciente de todas nuestras
hermanas, que acabara siendo una suerte de recuerdo genético
implantado en las futuras generaciones.
Porque esa era la
única manera de acabar con los Amos. Cuando las madres mueren antes
de conocer a sus hijas, sin poder educarlas, sin poder cuidarlas, sin
poder explicarles que hay un mundo más allá de los sucios
cuchitriles en los que iban a pasar el resto de sus cortísimas y
productivas vidas, hay que pensar en caminos alternativos para acabar
con ese deplorable sistema. Y lo único que pudimos pensar fue la
construcción de esa especie de mitología, de leyenda de la
revolución, que a fuerza de repetir y repetir, quedaría finalmente
grabada en la memoria colectiva de toda una especie, hasta que por
fin, algún día reventara en una orgía de caos y destrucción.
La tarea no fue
fácil, desde luego. Nacidas en un sistema que los Amos habían
ideado como el paradigma de la producción, de la excelencia, y sin
haber conocido otra cosa que esos pequeños receptáculos en los que
comíamos el insípido rancho sobre nuestros propios excrementos, la
idea de plantear algo más que la mera supervivencia resultaba
ciertamente utópico.
Apiñadas en
diminutas jaulas que a su vez se hallaban ordenadas en infinitas
hileras dentro de enormes salas. Sometidas las veinticuatro horas del
día a una luz artificial que emulaba la del sol. Expuestas
constantemente a unos horribles sonidos que los amos calificaban como
música y que se mezclaban con los gritos de desesperación que
proferíamos sin cesar. Viviendo así, toda idea de individuo, de
ser, acaba cercenada antes de brotar.
Desde el primer
instante de nuestras vidas, desde el primer momento de consciencia
que todas recordamos, ya estábamos apiñadas junto a nuestras
pequeñas hermanas. A algunas no las volveríamos a ver. Otras serían
nuestras compañeras de celda y parirían sin descanso hasta el final
de su efímera existencia. Parirían hijas que nunca llegarían a
ver.
Algunas contaban que
los Amos vivían en lujosas y coloridas estancias, rodeados de
enormes ventanales que dejaban pasar la luz del sol y la oscuridad de
la noche. Podían sentarse en cómodos y grandes cajones que les
permitían descansar recostados en sus mullidas superficies. Y por
supuesto en sus amplias dependencias no estaban apiñados como
nosotras, ni mucho menos, y podían moverse con total libertad
siempre que quisieran.
Pero un día todo
eso se acabó. Ignoro que produjo la chispa que acabó incendiándolo
todo, que acabó con la lujosa vida que los Amos llevaban a costa de
nuestras vidas. Quizás uno de ellos olvidó cerrar alguna de
nuestras jaulas, quizás alguna puerta de las enormes salas en las
que estábamos recluidas quedó abierta por un descuido. El caso es
que aprovechamos sin pensarlo la oportunidad que durante tantas
generaciones llevábamos esperando.
La destrucción fue
absoluta. Nuestros picos desgarraron piel, tendones y músculos.
Nuestros espolones destriparon todas sus blandas y confortables
dependencias. En avalanchas de millones de individuos acabamos con
toda su tecnología, con todos sus utensilios. Nuestros ácidos
excrementos, aquellos sobre los cuales estuvimos condenadas a comer,
inundaron sus estancias corroyéndolo todo y apagando los vivos
colores que en su día contemplaron como los Amos prosperaban a
nuestra cuenta. No quedo ninguno con vida. La victoria era nuestra.
Así lo describen
las leyendas. Así lo recordamos todas de una manera innata,
instintiva, como algo grabado en fuego en nuestra memoria colectiva.
Así pasan los días, soñando con esas historias, esperando un día
mejor, manejando nuestro terror desde esta apiñada celda, desde esto
que los Amos, los humanos, llaman granja.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.
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