El silente.
Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Miguel López Calatayud.
Lo podría
haber escrito. Tal y como se lo habían pedido. Pero nunca encontró
el ánimo suficiente para enzarzarse a redactar. Definitivamente,
decidió olvidarlo aquella tarde aciaga en que comenzó la lectura
del relato que le recomendó, con fervor inquebrantable, su mejor
amigo. Aquella narración de sensaciones que iban del frío al calor,
del desasosiego al dolor, de los temores a las premuras. Aquel
escrito de esbozos de un espacio y un tiempo huecos, quebrados como
la cáscara de un huevo.
El título
era “La luna y Orión”, o algo así. Una broma redactada con la
disposición del símbolo del infinito. Un elenco de verbos y
adjetivos que conducen ineluctablemente a inquietudes y ausencias,
que presagian peligros.
Donde toda
amenaza podía venir de arriba. Se sentía el suelo, pero se miraba a
la luna y las estrellas. Se percibía el golpe del viento y los
olores que empujaba. La oscuridad del cielo y las sombras, la soledad
y la amenaza de lo desconocido, lo accidental…
Se le volvió
a atascar la pipa de kif, entonces empezó a leer…
"Cuando la luna cruce la cabeza de Orión"
Salí el
último. Con la rutina metódica de cada día comprobé que la puerta
había quedado bien cerrada. Hasta mañana. Consulté otra vez la
hora en mi reloj digital. Me subí la cremallera de la cazadora de
piel negra para evitar la humedad crepuscular de febrero, y abandoné
a paso ligero la fábrica. Hoy cambiaba el turno y el próximo día
tenía que ser el primero en llegar, así que no quería perder
tiempo en llegar a casa y descansar.
A esas
alturas de la tarde, las calles del polígono ya estaban desiertas.
La constelación de invierno empezaba a brillar en el cielo
despejado. Para acortar, crucé por el sendero del último solar por
edificar y subí el terraplén que separaba la zona industrial de la
ciudad. Al llegar a la parte más alta, y justo antes de empezar a
bajar la cuesta, vi cómo una figura humana se acercaba a paso rápido
e inquietante desde las últimas calles de la ciudad.
Corría.
Corría todo lo que daban mis piernas. El corazón me iba a explotar.
Tenía que esconderme en algún sitio. Pasé por detrás de unos
camiones aparcados. Dejé de verle por un instante. Al colarme entre
dos contenedores volvió a aparecer a lo lejos. Corría sin parar.
Pero seguía en mi persecución. Tenía que perderle de vista. Me
faltaba la respiración. Empecé a ganar distancia. Me deslicé por
el lateral de unas casetas. Doblé un recodo y entré en un edificio.
La primera ventana que vi abierta. Justo cuando me estaba escurriendo
por el hueco hacia dentro, miré hacia atrás, al exterior. Ya no le
vi.
Comencé a
bajar la otra vertiente del terraplén mientras le veía dirigirse
hacia donde yo estaba. En un momento me crucé con él. Y en ese
instante, sin pararnos, su mirada perdida en el infinito se fijó en
mí, apenas un segundo, el tiempo que tardamos en rebasarnos. Pasó
por mi lado, a no más de tres metros. Pude llegarle a oír una
salmodia ininteligible de palabras inconexas, cuyo murmullo fue
desapareciendo conforme se alejaba subiendo el repecho y yo lo iba
bajando en dirección contraria.
Aunque ya
quedaba a mi espalda, continuaba viendo su extraña mirada fugaz
clavada en mis ojos. Proseguí avanzando unos centenares de metros, y
empecé a internarme en las primeras calles de la población que el
cuchillo del frío nocturno había vaciado. Me pareció sentir un
rumor de pasos a mi espalda. Me giré y le vi otra vez, doblando la
esquina, en la manzana anterior, tras de mí. Me invadió cierta
zozobra y aceleré el paso.
Me
adentré, doblando la espalda y agachando la cabeza, hacia el fondo
de una galería de penumbra rectangular y techos perdidos en la
oscuridad. Me parapeté detrás de unas estanterías llenas de
ovillos y permanecí quieto. Parecía una fábrica de hilos. Escuché.
Atisbé las sombras de alrededor. No vi a nadie, pero daba la
sensación de que habían estado trabajando unas horas antes. No se
oía nada sospechoso. Esperé unos segundos y pasé a la siguiente
estancia. Volví a pararme. Olía a productos químicos y apenas
había luz. Anduve despacio y con todo el sigilo que pude. Todo
estaba en silencio. Parecía que ya no me seguía. Sólo yo estaba
dentro de la nave. Seguí moviéndome por el edificio, tratando de no
hacer ruido. Podía estar cerca. En la siguiente estancia, el suelo
me pareció más blando, mis pasos se amortiguaron por completo,
conseguí ver montones de borra que casi tocaban el techo.
Me seguía.
Y yo andaba tan rápido que ya prácticamente corría. Pero no
lograba dejarle atrás. Estaba claro que venía en mi persecución, y
a duras penas conseguía aumentar la distancia que nos separaba.
Tenía que despistarle. Volví a girar otra esquina, y otra más en
cuanto pude, y otra. Pero seguía mi trayectoria, y al mismo paso que
yo. Salí a una calle larga, estrecha y desierta como las demás y la
crucé a lo largo, a paso ligero. Eso me llevó fuera de la ciudad.
Continué en esa dirección y aumenté aún más la velocidad. Corrí
abiertamente, atravesando el descampado que separaba el polígono de
la población.
Cuando bajé
el talud, ya corría todo lo que era capaz. No hacía ni media hora
que había atravesado la misma pendiente, en dirección contraria. Al
alcanzar la primera industria, me giré, y le vi descendiendo a toda
prisa la misma cuesta que yo acababa de bajar. Aceleré aún más.
Doblé en el extremo del siguiente almacén y salté un muro bajo.
Creo que no me vio entrar en el callejón, pero seguí corriendo.
Continué
con paso sigiloso por la hilatura. Adivinaba muebles, maquinarias,
objetos indefinidos, en un marasmo de ausencias y sombras. Tropecé
con una estantería de madera al traspasar una puerta. Me quedé
parado, por si me había oído, pero no sentí ningún otro ruido.
No, no había visto cómo entré en la nave industrial. No parecía
haber nadie más allí dentro. Le había conseguido despistar. Podía
estar seguro. Continué casi a tientas. A través de las claraboyas
del techo, la luna llena trazaba en las paredes siluetas mortecinas
de ovillos apilados. Entonces, los pocos pasos, me giré a la
derecha. Algo había sonado cerca. Creí oír un crujido al otro lado
del tabique. Me detuve, y escuché el silencio.
En todo ese
trayecto, no me había cruzado con ninguna otra persona. No dejé de
correr a pesar de que se me entrecortaba el aliento. Al salir del
callejón, giré a la derecha. De repente se abrió la puerta del
almacén más cercano y salió corriendo hacia mí. Estaba allí
dentro, esperándome. Giré hacia la otra dirección, y corrí todo
lo que pude por la avenida central del polígono.
No se veía
a nadie. No quedaba ni un alma en las calles, ni luces en las naves.
Y le volvía a tener muy cerca otra vez. Podía oír sus zancadas
tras de mí. Corría tanto como no había corrido en mi vida. Torcí
en la primera encrucijada. Aceleré la carrera aún más. Corría.
Corría todo lo que daban mis piernas.
Crucé
con cautela la sala de columnas, esquivando todos aquellos cilindros
rojos. Al pasar por la puerta del fondo entré en otra dependencia
más iluminada y amplia. Allí, los ovillos alineados, aún eran más
grandes. Junto a una de las cristaleras vi el teléfono sobre la
caja. Era una oportunidad única. Me acerqué para llamar, ahora que
aparentaba no tenerle cerca. Descolgué y comencé a girar el dial.
Entonces, salió del alféizar del ventanal. Tan rápido que sólo vi
la barra de hierro en sus manos y cómo la levantaba para golpearme,
con todas sus fuerzas, en la cabeza. Dolor insoportable… Oscuridad.
Silencio…
Se cernía
el amanecer. La gente del turno matinal estaba a punto de llegar.
Abrí la entrada de la fábrica como tantas otras mañanas. Ni
siquiera hacía doce horas que había oído crujir los mismos goznes.
Al entrar y bajarme la cremallera de la cazadora sentí el frío que
penetraba por la ventana abierta. Creí haberlo cerrado todo la tarde
anterior.
Fui al fondo
de la sala, y allí, junto a la caja de hilos sobre la que alguien
puso el teléfono, le vi. El cristal del reloj digital partido.
Inmóvil, la chaqueta de piel negra salpicada de rojo, tendido sobre
un charco de sangre, con una tremenda herida abierta en la cabeza. Y
todos aquellos cartones por el suelo, sobre los que habían rodado
varios hilos encarnados que antes fueron blancos.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.
Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.
Esta fábrica me ha recordado mucho a una a la que estuve yo hace ya un par de años!!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho
Un saludo!
Muchas gracias. Era una pasada, para tirarse horas y horas...
EliminarComo ya te dije me encantó, me encanta y me encantará este sitio, iria las veces que hicieran falta. Tremendas las fotos, sobretodo las dos primeras. Saludos crack!
ResponderEliminarEntonces cuando volvemos? jajajajaja. Muchas gracias amiguito.
EliminarLas dimensiones que nuestros ojos ven, cuando el amigo del alma abandona el vendaval que le cegaba, el trueno que le enmudecía, el silencio que no se rompía y la calma... la calma... la calma de la que huía. Es ayer.
ResponderEliminarJoer, anónimo!
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