miércoles, 15 de mayo de 2013

El silente.


El silente.

Fotografía: Jordi Coll Martínez.




Lo podría haber escrito. Tal y como se lo habían pedido. Pero nunca encontró el ánimo suficiente para enzarzarse a redactar. Definitivamente, decidió olvidarlo aquella tarde aciaga en que comenzó la lectura del relato que le recomendó, con fervor inquebrantable, su mejor amigo. Aquella narración de sensaciones que iban del frío al calor, del desasosiego al dolor, de los temores a las premuras. Aquel escrito de esbozos de un espacio y un tiempo huecos, quebrados como la cáscara de un huevo.
El título era “La luna y Orión”, o algo así. Una broma redactada con la disposición del símbolo del infinito. Un elenco de verbos y adjetivos que conducen ineluctablemente a inquietudes y ausencias, que presagian peligros.
Donde toda amenaza podía venir de arriba. Se sentía el suelo, pero se miraba a la luna y las estrellas. Se percibía el golpe del viento y los olores que empujaba. La oscuridad del cielo y las sombras, la soledad y la amenaza de lo desconocido, lo accidental…
Se le volvió a atascar la pipa de kif, entonces empezó a leer…




"Cuando la luna cruce la cabeza de Orión"

Salí el último. Con la rutina metódica de cada día comprobé que la puerta había quedado bien cerrada. Hasta mañana. Consulté otra vez la hora en mi reloj digital. Me subí la cremallera de la cazadora de piel negra para evitar la humedad crepuscular de febrero, y abandoné a paso ligero la fábrica. Hoy cambiaba el turno y el próximo día tenía que ser el primero en llegar, así que no quería perder tiempo en llegar a casa y descansar.
A esas alturas de la tarde, las calles del polígono ya estaban desiertas. La constelación de invierno empezaba a brillar en el cielo despejado. Para acortar, crucé por el sendero del último solar por edificar y subí el terraplén que separaba la zona industrial de la ciudad. Al llegar a la parte más alta, y justo antes de empezar a bajar la cuesta, vi cómo una figura humana se acercaba a paso rápido e inquietante desde las últimas calles de la ciudad. 




Corría. Corría todo lo que daban mis piernas. El corazón me iba a explotar. Tenía que esconderme en algún sitio. Pasé por detrás de unos camiones aparcados. Dejé de verle por un instante. Al colarme entre dos contenedores volvió a aparecer a lo lejos. Corría sin parar. Pero seguía en mi persecución. Tenía que perderle de vista. Me faltaba la respiración. Empecé a ganar distancia. Me deslicé por el lateral de unas casetas. Doblé un recodo y entré en un edificio. La primera ventana que vi abierta. Justo cuando me estaba escurriendo por el hueco hacia dentro, miré hacia atrás, al exterior. Ya no le vi. 




Comencé a bajar la otra vertiente del terraplén mientras le veía dirigirse hacia donde yo estaba. En un momento me crucé con él. Y en ese instante, sin pararnos, su mirada perdida en el infinito se fijó en mí, apenas un segundo, el tiempo que tardamos en rebasarnos. Pasó por mi lado, a no más de tres metros. Pude llegarle a oír una salmodia ininteligible de palabras inconexas, cuyo murmullo fue desapareciendo conforme se alejaba subiendo el repecho y yo lo iba bajando en dirección contraria.
Aunque ya quedaba a mi espalda, continuaba viendo su extraña mirada fugaz clavada en mis ojos. Proseguí avanzando unos centenares de metros, y empecé a internarme en las primeras calles de la población que el cuchillo del frío nocturno había vaciado. Me pareció sentir un rumor de pasos a mi espalda. Me giré y le vi otra vez, doblando la esquina, en la manzana anterior, tras de mí. Me invadió cierta zozobra y aceleré el paso.




Me adentré, doblando la espalda y agachando la cabeza, hacia el fondo de una galería de penumbra rectangular y techos perdidos en la oscuridad. Me parapeté detrás de unas estanterías llenas de ovillos y permanecí quieto. Parecía una fábrica de hilos. Escuché. Atisbé las sombras de alrededor. No vi a nadie, pero daba la sensación de que habían estado trabajando unas horas antes. No se oía nada sospechoso. Esperé unos segundos y pasé a la siguiente estancia. Volví a pararme. Olía a productos químicos y apenas había luz. Anduve despacio y con todo el sigilo que pude. Todo estaba en silencio. Parecía que ya no me seguía. Sólo yo estaba dentro de la nave. Seguí moviéndome por el edificio, tratando de no hacer ruido. Podía estar cerca. En la siguiente estancia, el suelo me pareció más blando, mis pasos se amortiguaron por completo, conseguí ver montones de borra que casi tocaban el techo.




Me seguía. Y yo andaba tan rápido que ya prácticamente corría. Pero no lograba dejarle atrás. Estaba claro que venía en mi persecución, y a duras penas conseguía aumentar la distancia que nos separaba. Tenía que despistarle. Volví a girar otra esquina, y otra más en cuanto pude, y otra. Pero seguía mi trayectoria, y al mismo paso que yo. Salí a una calle larga, estrecha y desierta como las demás y la crucé a lo largo, a paso ligero. Eso me llevó fuera de la ciudad. Continué en esa dirección y aumenté aún más la velocidad. Corrí abiertamente, atravesando el descampado que separaba el polígono de la población.
Cuando bajé el talud, ya corría todo lo que era capaz. No hacía ni media hora que había atravesado la misma pendiente, en dirección contraria. Al alcanzar la primera industria, me giré, y le vi descendiendo a toda prisa la misma cuesta que yo acababa de bajar. Aceleré aún más. Doblé en el extremo del siguiente almacén y salté un muro bajo. Creo que no me vio entrar en el callejón, pero seguí corriendo.




Continué con paso sigiloso por la hilatura. Adivinaba muebles, maquinarias, objetos indefinidos, en un marasmo de ausencias y sombras. Tropecé con una estantería de madera al traspasar una puerta. Me quedé parado, por si me había oído, pero no sentí ningún otro ruido. No, no había visto cómo entré en la nave industrial. No parecía haber nadie más allí dentro. Le había conseguido despistar. Podía estar seguro. Continué casi a tientas. A través de las claraboyas del techo, la luna llena trazaba en las paredes siluetas mortecinas de ovillos apilados. Entonces, los pocos pasos, me giré a la derecha. Algo había sonado cerca. Creí oír un crujido al otro lado del tabique. Me detuve, y escuché el silencio.




En todo ese trayecto, no me había cruzado con ninguna otra persona. No dejé de correr a pesar de que se me entrecortaba el aliento. Al salir del callejón, giré a la derecha. De repente se abrió la puerta del almacén más cercano y salió corriendo hacia mí. Estaba allí dentro, esperándome. Giré hacia la otra dirección, y corrí todo lo que pude por la avenida central del polígono.
No se veía a nadie. No quedaba ni un alma en las calles, ni luces en las naves. Y le volvía a tener muy cerca otra vez. Podía oír sus zancadas tras de mí. Corría tanto como no había corrido en mi vida. Torcí en la primera encrucijada. Aceleré la carrera aún más. Corría. Corría todo lo que daban mis piernas.




Crucé con cautela la sala de columnas, esquivando todos aquellos cilindros rojos. Al pasar por la puerta del fondo entré en otra dependencia más iluminada y amplia. Allí, los ovillos alineados, aún eran más grandes. Junto a una de las cristaleras vi el teléfono sobre la caja. Era una oportunidad única. Me acerqué para llamar, ahora que aparentaba no tenerle cerca. Descolgué y comencé a girar el dial. Entonces, salió del alféizar del ventanal. Tan rápido que sólo vi la barra de hierro en sus manos y cómo la levantaba para golpearme, con todas sus fuerzas, en la cabeza. Dolor insoportable… Oscuridad. Silencio…




Se cernía el amanecer. La gente del turno matinal estaba a punto de llegar. Abrí la entrada de la fábrica como tantas otras mañanas. Ni siquiera hacía doce horas que había oído crujir los mismos goznes. Al entrar y bajarme la cremallera de la cazadora sentí el frío que penetraba por la ventana abierta. Creí haberlo cerrado todo la tarde anterior.
Fui al fondo de la sala, y allí, junto a la caja de hilos sobre la que alguien puso el teléfono, le vi. El cristal del reloj digital partido. Inmóvil, la chaqueta de piel negra salpicada de rojo, tendido sobre un charco de sangre, con una tremenda herida abierta en la cabeza. Y todos aquellos cartones por el suelo, sobre los que habían rodado varios hilos encarnados que antes fueron blancos.  


Más fotos de este lugar y de todas las demás entradas aquí.

6 comentarios:

  1. Esta fábrica me ha recordado mucho a una a la que estuve yo hace ya un par de años!!

    Me ha gustado mucho

    Un saludo!

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    1. Muchas gracias. Era una pasada, para tirarse horas y horas...

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  2. Como ya te dije me encantó, me encanta y me encantará este sitio, iria las veces que hicieran falta. Tremendas las fotos, sobretodo las dos primeras. Saludos crack!

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    1. Entonces cuando volvemos? jajajajaja. Muchas gracias amiguito.

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  3. Las dimensiones que nuestros ojos ven, cuando el amigo del alma abandona el vendaval que le cegaba, el trueno que le enmudecía, el silencio que no se rompía y la calma... la calma... la calma de la que huía. Es ayer.

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