Fotografía: Jordi Coll Martínez.
Textos: Xemi Ferrando, Joana Jou y Pascual del Campo.
Hay luz en la miseria de
cualquiera.
A cambio de extirparte,
puerta fría,
discurro las posibilidades
de escapar a sangre fría.
Y ando en círculos en el
cuadrilátero que me ofende en la escapatoria.
La puerta está abierta y
la luz me llama, sordomuda.
Pero me encajo en el
mostrador, tan alto y... ¡tanto cemento!
No alcanzo a ver ningún
reflejo en los cristales.
Estás solo. Estoy solo.
Estamos unidos en un
cuarto de cenefas enajenadas.
Tan rectas que dan miedo.
Y el techo se desconcha
aplastando el suelo sobre nuestra magia.
Magia que aún late en
busca de esa luz, origen del parto de una madre.
Toda la luz me atraviesa
como absorto.
Y tengo ansia de buscarte,
amanecer.
Así el cuadro se quiebra
en el espejo que me destruye y me construye,
en torno a cuatro paredes
desconchadas.
No quiero salir de esta
vida que de cárcel me has construido.
No soporto que disfrutes
oliendo la sangre de mis pies calzados de heridas sangrientas.
Puedo escupir las botas
que me atrapan estampadas con el filo del espejo en que me reflejo,
como un monstruo que no
quiere más asesinato que el de tu calma.
He construido tantas rejas
a ambos lados de mis miradas,
que no consigo
concentrarme en la libertad que me ilumina de frente.
Tan abierta que me
abandona en los recuerdos de todos los que como yo,
se ven atrapados por una
silla con mesa sin desayuno, sin comida... y sin cena.
Me harto de comer aire y
vomito aliento oscuro.
Sé que puedo ver, soy
rama e intuyo su raíz.
Que me arrastra hasta la
tierra en el profundo absurdo que desconozco.
Soy un loco que calza las
sillas y se tambalea en las bisagras que gritan entreabiertas,
suspirando absurdos en mi
locura que calla.
Tanta luz en los ojos de
la gente que no observa ni siente, que camina tan despacio en.
En su mundo inútil de
pasos que no avanzan,
a contraespacio sin
movimiento,
sin complicidad en la
apatía del que calla su envidia,
de la paz canalizada al
saludo sin respuesta;
a la mirada,
a los ojos que se desvían
hacia el intrusismo de un yo que agoniza y se esconde detrás de la
persona,
del animal que humaniza.
Sois dos, y entreabrís un
espacio manchado de escombros y de persianas que caen,
cansadas de ser
presidiarias del aparato motriz que no sirve ni para respirar la vida
que retorcéis dentro de
vuestro propio hogar,
moribundo de secuelas que
sois.
Desacompasadas como ojos
que intercambian pestañas para no ver en sus agujeros.
Que invitan a escapar al
suicidio de ambas,
que matáis en el complejo
y disfrutáis la luz.
Regalo sucio y viciado en
un entorno tan lleno de inframundos,
que no alcanzo a superar.
Quisiera ser sombra que
huye.
Muelles, sangre en un
orinal.
Y la noticia no nos
pertenece.
Ni nos asusta en la
diagonal.
La silla aguanta el hedor
a renuncia del que se recuesta de la vida en su cabeza,
escondido bajo un trapo.
Orinando en la propia
mente, se desliza el parqué acuchillado.
Y sangra muertos de fe en
la locura que extingue cristales que nadie ha roto.
Como un muro de rejilla
inquebrantable,
que pierde la salud por
dos agujeros por donde escapan los pensamientos;
y que una vez libres, no
vuelven a mirarse en las baldosas brillantes
que destellan su sucia
existencia en los rincones.
Estás al final de los
adornos de una casa que nunca será mi trampa,
aunque me hipnotice como
un laberinto de marcas sin cuadros.
Vértigo que chupa la
bombilla que no deslumbra ni el sol muerto.
Ni el pasillo que se
estrecha.
Nada de lo que haya al
final del castigo me oprime.
Entre paredes geométricas
se calculan huecos sin vida.
Y se imagina una puerta
abierta,
cerrada por un tragaluz
por el que no cabe el agujero del techo,
goteando un espasmo sin
lascivia.
Después muerta de tanto
enloquecer,
atraída y arrastrada,
vestidura de mundos que
nunca me ofendieron.
Se desliza hacia abajo,
sonidero de fracasos en el
éxito de lo personal.
Uno solo aguanta cuando el
tobogán lo arrastra hasta la imagen difuminada de luz
que asoma en el encuadre.
Que obtiene su premio en
el pezón gigante,
que amamanta la difusión
extraña de una silueta de madre cavernaria.
Es piedra el presente, y
se quiebra a cada lágrima de pintura seca.
Inmovilizada como un
llanto lechoso.
Somos de Venus todos los
lactantes que se empachan de la ubre henchida y puntiaguda,
que rasga el frío macizo
al pie de la escalera donde todos luchamos por morir.
No es la reja.
Ni el cerrojo.
Es el paso cansado que
atraviesa las puertas y resucita por la ventana,
filtrando el retrato de un
espejo multiplicado.
Son tantos los ojos que
sufren en cada recuadro,
que fijamos la atención
en el marco de madera desgarrada.
Eres tu quien se olvida de
atornillar la huida.
Impasibles, nos encerramos
en el pliegue malformado de la presión que castiga.
La palabra que lees cuando
solo entiendes la voz de la muerte.
Pasaste como un suspiro
entre la ventana y por la puerta.
Pero yo te vi.
Silbido rápido enlutado
de angustia.
Te recuerdo porque dejaste
la vejez en mi hogar como un preludio del final.
No te perdono que matases
con tu aliento de fango.
Ni la planta, ni mi
ausencia.
Y ahora permanezco sentado
en la silla, en otra estancia.
E intento olvidarte.
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